Ayer 24, hoy 25 y esta noche salgo de viaje. ¿Por qué me dará por irme de vacaciones en Navidad, si ya llevo un par de experiencias inquietantes? ¡Con lo bien que se está en Sierra Nevada! Será porque paso frío y busco lugares más cálidos, o tal vez porque no soy una forofa del esquí…¿O quizás por ambas razones?
La cuestión es que me estoy haciendo la maleta y no puedo evitar acordarme de que un 25 de diciembre de quince años atrás estaba haciendo lo mismo, pero hacia un destino diferente: Jordania.
¿Por qué elegí Jordania? Porque los precios estaban tirados; salía más barato irte que quedarte. ¡Qué raro!, pensaréis, con lo caro que es viajar. Pues no fue cuestión de suerte, fue más bien cuestión de riesgo. La guerra contra Irak era inminente y lo último que había en Jordania era avalancha de turistas. Como más tarde se sabría dio comienzo el 20 de marzo de 2003, pero en ese momento cualquier hora podía ser la hora H.
Enganché a una amiga con ganas de aventura y allá que nos fuimos.

ADIOS, MALETA, ADIOS
Los contratiempos empezaron en el aeropuerto de Amman. Mi maleta no llegó y abordé a un empleado para exponerle mi queja; me indicó que tenía que ir a equipajes perdidos. Había cola. Mientras esperaba me sonó el móvil y tuve claro que solo lo atendería si era mi madre —esas llamadas costaban riñón y medio—, pero resultó ser Ernesto, mi atractivo jefe. Me sorprendió porque era un poco tarde, pero como él no sabía de mi paradero y yo no quería quedar mal porque solo llevaba unos meses en el puesto, descolgué. Solo llegué a decir: «Luego te llamo», porque me tocó el turno de reclamar.
Me di por vencida tras media hora intentado que el hombre del mostrador, cuya lustrosa dentadura se reducía a cuatro o cinco dientes de un color amarillo pajizo y a quien terminé por llamar «my friend», me entendiera. La maleta estaba extraviada y «my friend» no tenía ni repajolera idea de por dónde andaba. Me dio su teléfono para que lo fuese llamando por si había alguna novedad, y me mandó derechita al hotel. Sobra decir que no conocía las palabras indemnización ni hatillo de subsistencia. O sea, que me quedaba con lo puesto.
Estaba angustiada, por la maleta y por la llamada, y me puse a fumar como una turca en el taxi; bueno, mejor como una jordana. Allí lo raro era no fumar, aunque, por aquel entonces, España todavía era muy permisiva con el tabaco y yo, por desgracia, era una fiel adicta a él.
Al llegar al hotel saqué el móvil para devolver la llamada a mi jefe. Otro contratiempo: no había cobertura. «Eugenia, relájate, seguro que no es nada importante. ¿Cómo te van a despedir en Navidad?». Inspiré para tragarme el humo del cigarro que me encendí. Subí a la habitación y me puse a contar ovejas, pero como tenía los nervios destrozados no pegué ojo.
Lo primero que hice al levantarme fue enchufar la tele y comprobar que los inspectores internacionales todavía permanecían en Irak. Le comenté a mi amiga: «Montse, buena señal, la guerra no puede empezar con ellos dentro; hoy nos libramos». Lo siguiente fue coger el teléfono de la mesita y llamar a «my friend». Me contestó: «Miss Dalmó, your luggage is in Damascus» —Aún no lo sabía pero a esa respuesta me iba a tener que acostumbrar. Llamé todos los días con el mismo resultado—. Al menos habíamos avanzado, mi maleta estaba en Siria, pero empezábamos un circuito por todo el país y si no llegaba ese día me iba a resultar muy complicado hacerme con ella; y aunque me dijo: «Yes, yes», los dos sabíamos que aquello era un imposible.
Seguía sin cobertura y llamar desde el hotel a España costaba un ojo de la cara, así que lo mejor era irme de compras para salir del apuro.
UNA ODISEA DE COMPRAS
Tal vez las cosas hayan cambiado, pero comprarse una bragas en Amman se convirtió en ardua tarea. El conserje del hotel, que por algún desconocido motivo nos retuvo los pasaportes, nos envió a un mercadillo donde todos los tenderos eran del sexo masculino. Hay que vivirlo para saber lo que es verte, sin documentación, rodeada por decenas de hombres que con sonrisa maliciosa —hacía pocos días que había concluido el Ramadán— chillan para ayudarte a elegir las bragas más adecuadas. Nos estábamos sintiendo un poco intimidadas cuando de repente los gritos se apagaron. Levanté la cabeza y tras exclamar: «¡Dios!», retrocedí un paso. Allí, delante de nosotras, se plantó una mujer con una túnica y un velo negro… y sin cara, solo aquellos ojos que nos miraban con curiosidad le daban el aspecto de humana. Aquella pobre señora estaba invadida de lepra. ¿Pero esa enfermedad no estaba erradicada? Enseguida dejaron de prestarle atención y volvió la algarabía; estaban más acostumbrados a esa dolencia de lo que yo imaginaba. Me di cuenta de lo afortunada que era y dejé de amargarme por un simple equipaje perdido. Salí de allí con mi paquete de bragas, unos cuantos pares de calcetines con la inscripción: Jordania 2002, un cepillo de dientes y tres camisetas con camellos que proclamaban las virtudes del país.
Al día siguiente volví a llamar a «my friend». «Miss Dalmó, your luggage is in Damascus», así que me olvidé de la maleta, recuperé el pasaporte y me centré en mi jefe; seguía sin noticias de él , a lo mejor me llamó por error. Intenté disfrutar del Monte Nebo y de Jerash, y escuché sin rechistar los mítines a los que nos sometía Wallic, el famélico guía que no paraba de fumar y quejarse acerca del conflicto árabe-israelí y la pasividad de los occidentales —No quiero parecer pesimista, pero creo que esa lucha nunca tendrá fin.
Aún así, de vez en cuando, le preguntaba a mi amiga: «Faltan tres meses para que me renueven, ¿crees que será por algo del contrato?». «No le des más vueltas, se ha equivocado y ya está». Me compré una tetera y continuamos camino.
PETRA

Pero no se había equivocado porque, por designio divinos, mientras íbamos en el autobús de la nada apareció la cobertura y me entró un mensaje: «Eugenia, me gustaría hablar contigo». Era él, casi me da un pasmo. Pero los mismos designios divinos hicieron que la señal telefónica se evaporase.
La suerte que tuve fue que en cuanto puse el pie en El Siq, el estrechísimo desfiladero que conduce a Petra, me sumergí en otro mundo. Decidí que mi entrada iba a ser a lo grande, como lo hizo mi idolatrado Indiana Jones, y monté a caballo; previo aviso al porteador de que si se le ocurría soltar la cuerda, ya se podía olvidar de cobrar.
No puedo describir lo que significó para mí ver aquella inmensidad sin turistas ni cómo los colores de la ciudad se transforman de un rosa, que no sabes si es blanco, que va subiendo hasta convertirse en un brillante rojo burdeos según los rayos del sol van incidiendo sobre la arena de la roca, pero me sorprendí llorando sobre una de sus colinas. ¿Síndrome de Stendhal? ¿Emoción infinita? Por ahí va.
Acabé comprando unas monedas a un anciano beduino, que aseguraba eran auténticas navateas, y tras invitarle a fumar seguimos ruta.
FIN DE TRAYECTO
Cogí el autobús en el último segundo porque, aunque madrugué, perdí el tiempo llamando a «my friend» y comprando un belén tallado en madera de olivo por el que sentí un flechazo.
Visitamos el desierto y nos bañamos en las densas aguas del Mar Muerto —Mi gasto se redujo a un bikini—. Y así, enfundada en unos vaqueros mugrientos y con un macuto lleno de maravillosos recuerdos: un paquete de bragas, unos calcetines, un cepillo de dientes, dos camisetas, una tetera, un belén y un bikini, llegamos a Aqaba.
Algo debió ocurrirme mientras me quedaba boquiabierta admirando los corales del Mar Rojo y una ráfaga me trajo la fugaz visión de la leprosa, tal vez se trataba del misterioso espíritu de la Navidad, porque un nuevo chip se insertó en mi cerebro. Le pregunté: «¿Y si me quedo sin trabajo? El chip respondió: «No te preocupes, saldrás de esta».
La última noche «my friend» cambió la frase y me informó de que la maleta estaba en Amman, ciudad a la que volaría de madrugada, así que prácticamente sin dormir y ya en el aeropuerto, me fumé un último cigarro con Wallic y me despedí de Jordania. Desde Amman enlazábamos vuelo; y como cada rincón de aquel cautivador país había conseguido hechizarme con su magia, decidí que nunca volvería. No estaba dispuesta a que una segunda visita empañase los recuerdos de esa increíble escapada de seis días, sin mochilas ni fardos —De momento, lo he cumplido.
A aquella temprana hora del 31 de diciembre tuve que salir de la terminal, en una carrera contrarreloj, llegar a equipajes perdidos y sacar de entre un montón de maletas dejadas de la mano de Alá… ¡la mía! Me sentí la más intrépida de las heroínas; y con ese subidón de adrenalina en el cuerpo y la cobertura al 100%, me dije: ahora o nunca. Tenía que disipar dudas y llamar a Ernesto.

Una corazonada. Saqué la moneda «navatea» y consideré: «Si sale cruz, me voy a la calle. Pero, si sale cara, empezamos el año juntos» . La lancé al aire.
¡Sí!¡Sí! ¡Sí!¡Qué grandes misterios oculta el espíritu de la Navidad!