Después de haber escrito un par de cuentos y contar mis aventuras de aquel diciembre de 2002, voy a cerrar el capítulo de las fiestas navideñas explicando la anécdota que le acaba de suceder a mi prima Laura en la entrañable y familiar jornada de Reyes.
Unos días antes me pidió que la acompañara de compras para encontrar la sorpresa ideal para Silvia, su cuñada. Le había tocado como amiga invisible y Laura estaba un poco preocupada porque aseguraba que Silvia era muy particular con los regalos y era capaz de tirárselo a la cabeza si no le gustaba. «No la conoces bien», comentó inquieta. «No será para tanto», la tranquilicé entre risas; a veces mi prima es un poco exagerada.
Así que con un presupuesto nada despreciable, entre 150 y 200 euros, nos recorrimos casi todas las tiendas del centro hasta llegar a una que nos pareció la perfecta —Una ropa preciosa, donde encontrar un jersey por menos de 100 euros resulta misión imposible.
Empezamos a revisar los percheros buscando prendas que nos gustaran y que se ajustaran al precio establecido. Encontramos varias y de entre todas nos quedamos con cuatro: dos vestidos, una falda y un suéter para que Laura, que usa la misma talla que su cuñada, se las probara.
Entonces tuvimos la gran fortuna de que apareciese una amiga de Silvia, arquitecta y «marcatendencias» con perfil en Instagram, a quien yo también conocía, y le pedimos opinión. A mi prima todo le sentaba de cine, pero las tres estuvimos de acuerdo en que el vestido rojo era espectacular y le favorecía un montón. También estaba en negro, pero como Silvia lo tiene todo en ese color pensamos que el rojo era más original y que tanto se lo podía poner con unas botas para ir más informal como con unos tacones para darle un toque más sofisticado; en cualquier caso lo podía cambiar.
«Ni os lo penséis», nos decía la creadora de estilo con convicción: «Es ideal, le va a encantar». Así que sin dudas, porque el espaldarazo definitivo que nos dio la experta en moda nos insufló seguridad, Laura pagó religiosamente y salimos muy satisfechas.
El día 6 por la noche no tenía noticias de mi prima y, a pesar de estar convencida de que su regalo habría sido todo un triunfo, me apetecía que me lo contase con detalle y la llamé por teléfono. Aún no he salido de mi estupefacción con la historia que me relató.
La comida en casa de su familia política transcurrió sin incidentes y todos estaban disfrutando del festín que les había preparado su suegra; los niños, que ya habían abierto sus regalos, se levantaban cada dos por tres a jugar y apenas comieron; los adultos charlaban en un ambiente distendido y jovial, hasta que llegó el momento del café y el roscón.
O sea, el momento de los regalos. Coincidió que Silvia y Laura se regalaban mutuamente y Silvia fue la que se adelantó: «Mira, Laura, qué conjunto tan divino te he comprado. Me he salido del presupuesto, pero no me he podido resistir». Laura le agradeció la falda y la camiseta, que le parecieron muy bonitas, y le ofreció su paquete. Cuenta que los ojos de Silvia chispearon de ilusión al leer el nombre de la marca que figuraba en la bolsa, pero nada más abrirlo y ver el vestido, solo le faltó que le escupiera: «¡¿Cuándo me has visto tú con algo rojo, eh? Nunca, ¿verdad? Seguro que si fuese para ti, no lo hubieses comprado. Lo has hecho para fastidiarme!». A Laura casi le dio un pasmo, pero acertó a decirle que podía cambiarlo por cualquier otra cosa de la tienda. Silvia, hecha una furia, no le dio opción y le dejó bien clarito que cada una se iba a volver a su casa con el regalo que había traído.
Así que la abochornada Laura se marchó con el vestido rojo a cuestas. Me confesó que lo peor no había sido que le echase la bolsa a la cara; lo peor fue comprobar que al resto de la familia le pareciese tan normal que alguien te devuelva un regalo y se quede con el que te iba a hacer. Ni siquiera su marido abrió la boca para decirle a su hermana que se estaba pasando; por supuesto, el resto de comensales, que abarcaba otros cuñados y suegros, tampoco hicieron mención; es más, añadieron con sonrisa condescendiente: «Ay, Silvia, cómo eres». Y se quedaron tan anchos, continuando con la cháchara como si nada hubiese pasado, mientras Laura pasaba el trago como buenamente podía.
Lo único que espera mi prima es que Silvia jamás sea la afortunada destinataria de sus sorpresas; y si sucede, será capaz de mentir como una bellaca y hacerse la enferma para no tener que acudir a la hogareña celebración de Reyes.
Tras casi darle el pésame por la horrible cuñada que le había caído en gracia, colgué y me quedé pensativa; es muy posible que Silvia sea el reflejo de la niña consentida que fue, o tal vez no esté bien de la cabeza, aunque entonces más de la mitad de la población debería estar en un manicomio; porque más de una historia de tensión familiar ha aflorado en la cálida y mágica Navidad, incluidos desencuentros con perversas suegras.
A través de la ventana me quedo absorta mirando las farolas de la calle y mi mente se pregunta: «¿Dónde te has escondido, Espíritu de la Navidad?»… El año que viene Laura tendrá que invocarlo con mayor fervor, enfundada en un elegante vestido rojo.
Hay una cosa que se llama educación y que mucha gente olvida. Si una persona hace el esfuerzo de elegir un regalo para ti, lo mínimo es agradecerlo. El año que viene si le toca otra vez su cuñada que le compre una tarjeta regalo de Decathlon.
Toda la razón, Irene, la gente olvida la educación. Pero es más, creo que te quedas corta. Se merece que no le regalen nada, entre otras cosas porque si se ve una tarjeta regalo de Decathlon es muy posible que quien ose hacerlo ya no lo pueda contar.
Gracias por tu comentario
Me parece increíble que haya personas así.la suerte de tu amiga es que supongo que no le dará más sorpresas a su cuñada
Eso me dijo Laura que pensaba hacer. Cuánto me alegro, Trini, que tú también lo veas como nosotras!
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