EL JUDÍO QUE VOLVIÓ A PARÍS

Jacques presintió que aquel 1 de enero iba a ser diferente. Llevaba varios días observando cómo el nerviosismo de los guardias se disparaba por minutos mientras la opresión que ejercían sobre los prisioneros disminuía; estaban demasiado ocupados quemando los almacenes donde llevaban a la gente que no regresaba. Los rumores que corrían por los barracones anunciaban una liberación inminente.

Sintió una punzada de emoción cuando vio a aquellos militares, cargados con sus fusiles, invitarle entre gritos que no entendía a subir al camión, y muy despacio, permitiendo que el peso de su cuerpo se desplomara sobre la compacta nieve, las huellas de sus pasos fueron marcando el camino hacia la libertad.

Se apiñó entre un grupo de hombres que llevaban el mismo uniforme a rayas que él y cerró los ojos para llorar en silencio; escuchó las voces de sus compañeros: algunos chillaban porque necesitaban encontrar a sus hijos, otros reían de felicidad y otros simplemente callaban y dejaban que algunas lágrimas se escaparan de sus ojos. Tal vez aquellas lágrimas fueran tan amargas como las suyas, pero no se molestó en preguntar.

El furgón se puso en marcha y su traqueteo le devolvió a la realidad. En un absurdo se le ocurrió pensar en el tiempo y por instinto se levantó la mugrienta manga, pero allí no había ningún reloj, solo unos números tatuados que siempre le recordarían que estuvo en un lugar llamado Auschwitz. Uno de sus compañeros de ruta le preguntó: «¿A dónde vas?», él hubiese respondido que en busca de la muerte, pero en su lugar contestó: «A París».

Esperaba que su casa todavía permaneciese en pie, era lo único que le quedaba. Había sido un rico industrial que, en un intento de salvar la vida de su familia, había malvendido sus propiedades y negocio, invirtiendo la suma obtenida en un valioso collar de diamantes y esmeraldas, que su esposa y él escondieron tras una baldosa de la cocina. Eso supondría su pasaporte para reconquistar la fortuna perdida, pero aquel intento sucedió cuando aún quedaba esperanza, ahora ya nada tenía sentido para Jacques: su hijo había muerto en el campo de concentración y hacía mucho que no sabía de Helena, la última vez la vio alejarse de aquel tren rumbo a unas apartadas naves; su corazón le decía que ya no estaba viva.

El 5 de enero llegó a París, y mientras subía los peldaños que le llevaban a su casa se convenció de que era un imposible creer que los nazis no hubiesen revuelto hasta el último rincón de lo que fue su hogar. Abrió la puerta y comprobó que no se habían dejado ni un recoveco por registrar. Se dirigió a la cocina y sonrió al ver un cuchillo afilado; lo cogió y volvió la vista hacia sus venas, pero un irracional impulso le condujo a una de las paredes y lo obligó a agacharse: el azulejo estaba intacto. Con mucho tiento y ayudado por la fina hoja fue rascando los bordes hasta que consiguió separarlo; metió la mano y rozó las frías piedras de la joya.

Un intenso olor a Helena salió de aquel agujero. Estiró del collar, lo apretó con más fuerza y se acurrucó en el suelo. La esencia de su mujer comenzó a impregnarlo; y cuanto más lo estrujaba, mayor era la intensidad con que percibía el aroma. Se convenció de que Helena estaba allí y esa era la señal que esperaba para volver a su lado. Sin soltar el collar se hizo con el cuchillo y giró la muñeca; sintió el contacto del filo en su piel. Estaba decidido y presionó para empezar cortar, pero unos golpes en la puerta interrumpieron el encuentro con su destino.

Eran sus vecinos que se acercaban a recibirlo: la señora Berlemont, que les llevó panecillos para que no pasaran hambre en el camino; Gabrielle, la joven que cubrió a Helena con un chal para espantarle el frío; y Pierre, el noble muchacho, quien a riesgo de ser también deportado tuvo el valor de avisarles de que iban en su busca. Se enterneció al verlos y decidió darse una noche más.

Las manos le temblaban mientras dividía el collar en tres, le parecía que estaba despedazando a Helena, pero a medida que separaba las piezas se sentía más unido a ella y su fragancia se le hacía más penetrante. Se guardó una esmeralda para morir agarrado a ella.

Como un ángel intruso se deslizó tras las puertas de sus vecinos y colgó, como tres bendiciones, los tres fragmentos del collar. Se sorprendió al recordar la fiesta cristiana de los Reyes Magos y un gesto de satisfacción se coló en sus labios. Aquel sería un día mágico para sus tres vecinos.

La algarabía lo despertó y se restregó los ojos; estaba tan acostumbrado que se había quedado dormido en la entrada, sobre el suelo. Solo podía escuchar saltos y gritos de alegría, que por su magnitud estarían desvelando a medio París.

Se aferró a la esmeralda que le quedaba, cogió el arma que habría de terminar con sus desgracias y se dispuso a cortar aquellos filamentos azules que surcaban sus brazos y lo ataban a su tristeza. Pero una energía invisible, superior a él, le arrastró a frenar el movimiento de la mano ejecutora y abrir la otra, forzándolo a dejar caer la piedra verde; era de un verde tan brillante y luminoso que lo invadió un miedo sobrecogedor. Soltó el cuchillo y la gema perdió su resplandor. Pudo volver a escuchar la risa de Gabrielle, el bullicio de la señora Berlemont y los silbidos de Pierre. Sintió paz…Todavía valía la pena vivir.

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Comentarios
  • Begoña
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    Impresionante! Me ha encantado y por unos segundos gracias a la intensidad del relato he sido el judío que volvió a París.

    • Eugenia Dalmau
      Responder

      Cuánto me alegro de que te haya gustado, Begoña! Fui a Auschwitz hará unos tres años y me impresionó tanto que estuve más de un mes sin quitármelo de la cabeza. El tren, las cámaras de gas, los experimentos humanos…Uff. Ha sido mi particular homenaje a los prisioneros de un campo de concentración que no debió existir nunca.
      Gracias por tu comentario

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