Los cuatro odiaban a tío Alfredo; lo odiaban porque no soportaban recibir lo que ellos consideraban las migajas de su inmensa fortuna, a veces en forma de valiosos cuadros, a veces con delicadas filigranas de plata, que se sentían obligados a agradecer con grandes reverencias que detestaban fingir. Su mayor ambición era el dinero de tío Alfredo, pero eran tan miserables que ni los negros nubarrones que cubrían el cielo impidieron que alguno de sus sobrinos faltara a la cena de Nochebuena.
Jorge, jugador empedernido y amante de la vida disoluta, fue el primero en aparecer. Se deshizo de la capa y dejó en las manos del criado un paquete con dulces; pasándose la mano por su rizado y negro pelo, y con la mejor de sus sonrisas, se acercó a saludar a su tío.
Estaban cruzando las primeras palabras cuando se vieron interrumpidos por la prima Rosana, siempre descarada y bulliciosa, quien enfundada en un llamativo vestido rojo se abalanzó a besar a su tío: «¡Qué infinito placer disfrutar de tu compañía otro año más!», pero tío Alfredo sabía que aquello no era cierto. Tuvo tiempo de obsequiarle con una cajita de bombones antes de que los sorprendiera la estruendosa risotada de Enrique, que los obligó a girarse. Le comentaba a su hermano Carlos, con fanfarronería y a voz en grito para que sus palabras fueran audibles, la millonaria suma que había conseguido en uno de sus exitosos negocios; ninguno entendía por qué se esforzaba tanto, sabían de sobra que se trataría de otra de sus estafas. Pero Carlos parecía pasarlo en grande escuchándolo mientras se dedicaba a hacer círculos de humo con su puro; hacer esos perfectos círculos era una de sus grandes habilidades, poco más sabía hacer. Depositaron una bandeja de pastelillos sobre la vitrina y se dirigieron hacia la chimenea para unirse al grupo.
Yo no me levanté, me quedé sentada en el sillón que quedaba un poco retirado, escondido tras las ramas del gigantesco árbol de Navidad. Cerca del fuego hacía demasiado calor y preferí quedarme allí, cerca de la ventana, y asistir como una mera espectadora. A fin de cuentas, no iba a cenar y solo, llegado el momento, participaría. Comenzó a llover con violencia.
Tío Alfredo se sentía viejo y cansado e intuía que aquella iba a ser su última Navidad. Había decidido deshacerse de sus rencores y demonios y quedar en paz con sus avariciosos sobrinos, la familia que le quedaba. Su millonaria herencia habría de ser para ellos, pero antes debía darles una lección que les ayudara a comprender que mejor cambiar de vagón antes que consentir que la codicia fuera la compañera de viaje. Invocando al espíritu navideño supo que no habría mejor noche que esa para llevar a cabo su plan reconciliador.
Durante la cena los cuatro se deshicieron en halagos y atenciones hacia tío Alfredo. Carlos se desvivía porque aceptara uno de sus puros; Rosana no paraba de contar chistes que le alegraran la velada; y Jorge y Enrique no dejaban de repetir lo inteligente y perspicaz que era.
Al llegar a los postres tío Alfredo se puso en pie y se dirigió a ellos: «Sé que estáis esperando mi muerte como alimañas para haceros con mis propiedades, pero eso no ha de suceder. He decidido daros en vida una casa a cada uno para que tengáis un refugio al que acudir, pero hasta aquí llegará mi legado. De mi bolsillo no vais a ver un céntimo. Así que para vosotros igual tiene que viva o que muera. Quiero que firméis el documento donde aceptáis la residencia que os regalo y renunciáis a cualquier otro bien; de lo contrario, no tendréis ni eso —Y puso el papel sobre la mesa—. Y para que así conste, he hecho llamar a una criada que nos servirá de testigo».
Los sobrinos enmudecieron y agacharon la mirada sobre la hoja. No daban crédito, pero sin rechistar, pues todavía tenían tiempo de hacerle cambiar de opinión, se fueron pasando lo que para ellos significaba su sentencia de muerte. Tío Alfredo, lleno de satisfacción, empezó a paladear los pastelillos mientras los observaba estampar su firma sobre aquel certificado que más tarde habría de romper.
Levantaron la cabeza y gritaron horrorizados: «¡No, tío, no, no!». Pero no hubo tiempo de más, la tormenta arreciaba con furia y consiguió que en un segundo todo quedase sumido en la oscuridad; solo el fuego que ardía en la chimenea permitía atisbar algo de luz. Entre la penumbra que dibujaban las llamas se distinguió el cuerpo de tío Alfredo tambaleándose, cual desperdicio arrastrado por el mar, hasta que, sin más, se desplomó.
Ninguno hizo nada, estaban paralizados por el horror. Ya no había marcha atrás y su condena se iba a cumplir. Habían envenenado a su tío y por ello saldrían impunes, pero jamás conseguirían la herencia.
La criada fue en busca de ayuda. Entraron dos sirvientes portando candelabros y se arrodillaron junto al infeliz. Con gesto compungido indicaron que ya no había vida en aquel ser.
Yo seguía quieta, sin moverme, y vi como la muerte se llevaba a tío Alfredo. Noté algo a mi lado y me giré hacia la derecha. Allí estaba el espíritu de la justicia, mirándome fijamente. Me guiñó un ojo y se evaporó.
Sentí frustración por no haber tenido la oportunidad de esparcir mi magia. Mi presencia ya no tenía sentido y me invocaban en otro lugar; en otro lugar donde en verdad se quería respirar el auténtico espíritu de la Navidad. Desaparecí.