¡AY, MI MADRE!

En este post me iba a poner con la gula porque el fin de semana me he encontrado con un caso que le venía al pelo, pero lo voy a dejar para el siguiente porque esta mañana me ha llamado mi amiga Cristina para decirme que ya habían vendido la casa y que acababa de llamar a los de la mudanza porque se cambian a otra, bastante más alejada de la actual. Es la única solución que se le ha ocurrido, después de cinco años, de terminar con una pesadilla que le ha llevado a urgencias en más de una ocasión, para tratarla de ataques de ansiedad. Esa pesadilla es una vecina que, para más inri, es la madre de un niño que va a la misma clase que su hijo.

Está claro que a todos nos gustaría que nuestros hijos fuesen los más guapos, los más listos, los más graciosos, con unos dientes preciosos…y así hasta enumerar todas las cualidades del mundo, pero como nadie es perfecto ya sabemos que eso no va a ser posible. Sin embargo, hay madres —padres también, mira si no esos que llaman al niño burro y algo más porque ha fallado un penalti, al ver disipadas las esperanzas que tenían depositadas en su futuro Leo Messi. Pero hoy hablo de las madres— que se empeñan en alentar a sus retoños inmiscuyéndose excesivamente en su vida o amargándosela, o lo que es peor, amargando la vida de otros niños. Este último es el caso de Cristina.

El origen del meollo se inició cuando Jorge, su hijo, comenzó primaria. Hacía poco que se habían mudado al adosado que formaba parte de una urbanización con jardín , piscina y pistas de tenis comunitarias; y Cristina estaba encantada. Casualmente el niño de otra vecina, Charo, a la que conocía de vista pero con la que no mantenía ningún trato especial, también empezaba el mismo curso y en el mismo colegio, ubicado fuera de la ciudad, por lo que se decidió a contratar el servicio de autobús; al igual que su vecina.

De tanto verse en la parada terminaron tomando un café antes de ir al trabajo y como les era cómodo decidieron turnarse las tardes con los niños; un día en tu casa y otro en la mía. Todo parecía marchar sobre ruedas hasta que Cristina notó que su hijo estaba retraído y raro: ya no quería ir con su amigo y se negaba en rotundo a ir al colegio.

Como toda madre preocupada, Cristina se dedicó a presionar al niño preguntándole constantemente qué le pasaba, hasta que consiguió que el pequeño, que entonces tendría seis o siete años, se desahogó. A mi amiga casi le da un pasmo cuando tuvo que escuchar que cada vez que Jorge iba a casa de su compañero, Charo se dedicaba a sermonearlo acerca de lo mala que era Cristina y de la vergüenza que le tenía que dar tener semejante madre, y que por eso él era un niño muy desgraciado que acabaría repitiendo curso; además, tenía el mal gusto de recitarlo delante del resto de chavales de la urbanización, que acabaron por mofarse de él.

Como ya sabemos que los niños, a veces sin maldad y a veces con, pueden llegar a ser muy crueles, tampoco Jorge se libró de que esos comentarios llegasen a sus compañeros de clase; el hijo de Charo se dedicaba a largar lo que había oído en casa al resto de compañeros, consiguiendo aislarlo del resto del grupo.

Cristina, desesperada, se fue directa a hablar con Charo; por supuesto, esta lo negó todo y la intentó convencer de malas maneras de que su hijo era un mentiroso con mucha imaginación. Tal vez, si se lo hubiese dicho de otro modo, Cristina no hubiese sospechado, pero al verla transformarse en puro odio, pensó que mejor seguir indagando, y se dedicó a preguntar al resto de madres de la urbanización. Jorge le había dicho la verdad. Charo, vamos a pensar que en un arrebato de locura, también se había inventado una historia maquiavélica acerca de mi amiga y en cuanto tenía ocasión se dedicaba a transmitírsela al resto del vecindario. Cristina se quedó muerta.

¡Ay, mi madre! Mi post sobre la envidia - Eugenia Dalmau

A partir de ese momento dejaron de saludarse, pero Charo se convirtió en una demente donde su única obsesión era Cristina y se dedicó a acosarla. Se pasaba el rato asomada al balcón esperando poder controlar los pasos de Cristina y tropezarse con ella, y cuando digo tropezarse es literal, iba a paso rápido para toparse con ella y arrearle un disimulado codazo o un empujón. Fue capaz de tirarle un cochecito de bebé desde una rampa para ver si la arrollaba; Cristina pudo esquivarlo.

Y así, en ese sinvivir, ha estado cinco cinco años. Hasta que ha preferido tomar las de Villadiego. Ella dice que Charo es una persona con un problema de autoestima y que necesita descargar su frustración en alguien, en este caso Cristina, fastidiándole la vida.

Yo la he escuchado y me he callado porque no comparto su opinión. Creo que simple y llanamente se trata de una desequilibrada a quien le puede la envidia, el mal nacional, y voy a explicar por qué.

Porque no he dicho que conozco mucho a Jorge y es un niño que ya era guapo desde su más tierna infancia, con ese pelo rubio y rizado, y ese cuerpecito estilizado que apunta a que será un chico de los que llevará cola. Pero eso no es todo, lo más llamativo es que tiene un coeficiente intelectual bastante por encima de la media. En algunos casos este don trae problemas escolares por falta de adaptación, pero afortunadamente no es lo que le ocurre a él, y su brillantez no solo es evidente en el ámbito académico, es que el chaval tiene inquietudes en materias en las que ni yo misma osaría adentrarme. Y el colmo: no es pedante.

Por todo esto, le he preguntado por el otro niño. Despreocupadamente me ha contado que de pequeño era debilucho y que casi siempre estaba enfermo; de esos que costaba que se comiera el bocadillo e hiciera los deberes. En definitiva: un niño normal, quizás más enfermizo de lo habitual, pero dentro de la media —y aquí pongo yo la coletilla—, de quien su madre esperaba que fuese el próximo Einstein, y va a ser que no. Y como la envidia le ha corroído, Charo se decidió a arremeter contra todo lo que tuviese que ver con Jorge con la intención de hundirlo en la cloaca más profunda.

En fin, que esta es mi particular visión del caso; aunque no puedo dejar de comentar un suceso que escuché hace un par de días que demuestra que de madres hay para todos los gustos y colores: una ciudadana británica deja —yo mejor pondría abandona— solo durante unas horas a su hijo de tres años por el paseo, creo recordar que de Torrevieja, porque tenía que hacer unos recados. La policía, al ver a un niño tan pequeño corretear sin rumbo, lo recoge y se lo lleva. A las horas aparece la madre y algún comerciante de la zona le informa de que al menor se lo ha llevado la policía. Ella se va rauda y veloz. ¿A dónde? Pues nada más y nada menos que a su casa a descansar porque estaba reventada, al menos esa es la explicación que dio al día siguiente cuando fue a comisaría a recoger al pequeño. Le han quitado la guarda y custodia.

Seguro que esta mujer no espera que su hijo sea el próximo Stephen Hawking ni el futuro Rafa Nadal, yo juraría que le trae sin cuidado.

Y sin más que añadir por mi parte, porque estos casos me dejan sin palabras y sin empatía, os invito a que opinéis, porque esto esto es la vida misma y tiene que haber de todo.

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